Ajusticiamiento de un soldado durante la jornada de Túnez en 1535

En una escena de uno de los detallados cartones que Jan Cornelisz Vermeyen, testigo presencial de los hechos que detalla, pintó sobre la jornada de Túnez en 1535, podemos ver el ajusticiamiento de un hombre del ejército imperial.




Dos alabarderos encabezan la comitiva seguidos por un soldado en mangas de camisa que guía la bestia que arrastra al hombre que ha de ser ajusticiado.




El hombre está atado de pies y manos, y es conducido a la horca arrastrado por un dromedario - la nota pintoresca de la escena - que le tira por una cuerda anudada a los tobillos. Es harto probable que en otras latitudes se hiciera lo propio empleando un caballo o una mula. 



El hombre se halla en mangas de camisa; podemos ver perfectamente lo que llamaban la «blancor» del lino, y lleva la cabeza descubierta. Evidentemente, no lleva ni cinto, ni talabarte, ni puñal ni espada. Las ropas que vistiera originalmente pudieran ser como las del galano soldado del cartón nº7 de la misma serie, que se cubre con bonete emplumando y arma una partesana de hierro corto y dorado:




El condenado no es un mozalbete, porque se le pueden ver perfectamente las barbas, así que no puede ser un mozo o criado, sino un soldado o marinero, siendo lo más probable que fuera soldado, porque los marineros de la armada recibieron órdenes reiteradas de no desembarcar, aunque algunos lo hicieron. 


Por las calzas, con un corte bastante ajustado al muslo natural, parece que no se trata de un soldado alemán, sino italiano, o lo más probable, español, dada la mayor proporción de soldados de esa nación en el ejército imperial sobre Túnez.


Un clérigo regular, puede que un fraile fransciscano, le amonesta cruz en mano, quizá oyendo su última confesión o encomendándole para que la realice antes de ser ahorcado. 

La religión no era un asunto baladí en esta época. Aunque se condenara la carne, el espíritu se podía salvar y los ajusticiados recibían asistencia espiritual hasta el último momento, de manera que el reo pudiera confesarse y hallar medio con que salvar su alma. 



Tras el fraile, hay tres hombres a caballo con varas de justicia. Aunque había varios cargos en el ejército y la armada que podían llevar varas de justicia, como los alguaciles de las armadas, o los alcaides de corte, es más que probable que alguno de estos hombres fuera un «barrachel» o «capitán de campaña», un oficial encargado de la justicia y policía militar, y que también asistiría a las ejecuciones, pues de él dependía el verdugo.

También es probable que una de esas tres figuras fuera uno de los alguaciles del ejército. En Túnez había un alguacil Salinas, que sabemos asistió a una de las particulares ejecuciones que trataremos aparte. 



Para el ejétcito de Italia, según se establece en la ordenanza de Génova de 1536, había «dos barrachelos de campaña» encargados de la «ejecución de la nuestra justicia y castigo de los delictos» dependientes del capitán general, así como alguaciles que dependían de los maestres de campo.


En 1529, Chistoph Weiditz, un dibujante alemán, viajó por España realizando dibujos costumbristas que recogió en su Trachtenbuch. En la lámina 63 aparece un alguacil español del reino de Valencia: Ein spanischer Polizist - Spazierritt der Bürger zu Valencia. Aunque este alguacil aquí retratado era lo que se denominaba «justicia ordinaria» y tenía un carácter civil, parece evidente que las justicias militares empleaban los mismos distintivos: la inconfundible «vara de justicia» que identificaba al portador como brazo ejecutor de la justicia real, en este caso, aplicada al ámbito militar.



Para la jornada de Túnez, Carlos V señaló a dos jueces y alcaides de corte, Mercado de Peñalosa y Bernardo de Sanches Ariete «para las cosas de justicia», ocupándose el doctor Ariete de aplicar la justicia a los súbitos de los reinos de Nápoles, Sicilia e islas de la corona de Aragón, asi como a los italianos, mientras que el licenciado Mercado se ocupaba de la justicia sobre los españoles, así como sobre los criados de la casa del rey y los cortesanos. 


La infantería alemana, asimismo, disponía de su propia estructura judicial; cabe tener en cuenta que para cada nación se debían resolver las causas en su propio idioma, y si era fácil que el doctor Ariete hablara italiano, es más difícil hallar doctores españoles en leyes que hablaran alemán. Además, era preferible que cada nación fuera juzgada por un natural, para que sus compañeros no se agraviasen en exceso si la justicia era demasiado severa.


Tras los oficiales de justicia a caballo, van otros soldados a pie con armas de asta corta - se vislumbra una alabarda - y, al menos uno de ellos, con una rodela embrazada.  

  

Junto a la estructura de la horca, al hombre llevado a rastras le aguardan unos soldados armados con alabardas y partesanas de hierros largos. 




Tratándose de una ajusticiamiento en la horca, podemos aventurar que el soldado no era hidalgo ni noble, pues la horca - salvo excepciones ominosas - no se podía aplicar a nobles, caballeros e hijosdalgo, que debían ser decapitados. 


Había numerosas causas por las que un soldado o marinero podía incurrir en pena de vida. Las ordenanzas militares se pregonaban en los cuatro idiomas del ejército, casa y corte - español, italiano, alemán y francés - y se hacían copias para que dispusieran de ellas los oficiales encargados de la justicia, así como los coroneles y maestres de campo. Además, se pregonaban órdenes específicas, o se hacía recordartorio de ellas, de manera que nadie pudiera alegar desconocimiento. 


En uno de esos pregones particulares, según recoge Prudencio de Sandoval, «mandó el Emperador pregonar que ninguno fuese osado, so pena de la vida, de quemar casa, ni pajar, ni talar árboles ni panes, porque muchos se habían ya desmandado sin respeto de Su Majestad a lo hacer, y robado las aldeas vecinas».

Aunque la orden pudiera parecer rigurosa, la buena disciplina exigía que los hombres no se «desmandasen» a su voluntad, pues no solo se ponían en peligro ellos, sino que podían generar el desorden total al poner a sus compañeros en la tesitura de acudir a socorrerlos si eran, como fue el caso en repetidas ocasiones, emboscados por los enemigos.



Agradecimientos: a  Emilio Sola, del Archivo de la Frontera, que me compartió amablemente el nombramiento de Bernardo Ariete como alcaide de corte del ejército y armada de la jornada de Túnez.  


Imágenes: Cartón nº7, titulado «Asedio de la Goleta», de la serie «La conquista de Túnez en 1535» por Jan Cornelisz Vermeyen. KHM Wien. 


Par saber más sobre la justicia militar de la época:

La disciplina en los Tercios a mediados del siglo XVI. Ordenanza para el ejército sobre Metz [1552] Ordenanza para el ejército de Italia [1555]




De pólvoras de artillería, esmeril y escopeta

 A primeros de 1528, el proveedor general de la armada, mícer Juan Rena, requería al capitán Juan de Portuondo que le hiciera llegar la pólvora que tuviera a su cargo para dotar a los navíos de la armada que estaba preparando para su majestad, Carlos I de España.

Portuondo le respondió que solo tenía 4 o 5 quintales [184 a 230 kgs], pero esa pólvora era de esmeriles y arcabuces que se hizo a posta. Según Portuondo, dicha pólvora «para los tiros de las naos es muy faziosa q[ue] donde es menester dies libras un tiro de artilleria no sofrira cinco libras della por ser ella refinada». 

Por su carta, queda claro que esta pólvora de esmeriles, si se empleaba «para los tiros de las naos», o sea, para piezas de artillería mayores, era «muy faziosa», o sea, muy inquieta o muy revoltosa, o sea, que se trataba de una pólvora muy potente, estimando una relación de potencia entre ambas de 10:5 o sea, de 2:1. Portuondo determinaba que esa mayor potencia venía dada por ser dicha pólvora refinada.

El esmeril era una pieza de artillería ligera que disparaba pelotas de 6 a 12 onzas de peso de plomo con dado de hierro. Este proyectil con núcleo de hierro era más ligero que la pelota de plomo de la escopeta, y algo más pesado que la pelota de hierro colado que tiraban los cañones, pero con más capacidad de penetración dada la mayor dureza del hierro en relación al plomo. 

Esmeril: pieza de artillería ligera de retrocarga que, en este caso, dispara una pelota de 6 onzas. Aunque esta pieza fuera de defensa de una plaza fuerte - en la relación se indica que 6 piezas como la de la imagen fueron sacadas de un castillo - la pieza que se empleaba en las naos era similar, excepto que disponía de una rabera para apuntarla. Discurso del artilleria del Invictissim. Emperador Carolo V, semper Aug. Tambien de 149 pieças de la fundicion de Sua Mag. Caes. que de muchos otros, lo[s] quales se sacaron de diversas tierras [h.1548]


A primeros de marzo de 1528 se compró en Málaga a Joan Ochoa, polvorista, 2 arrobas de salitre, que debían librarse a Alonso de Morillas, también polvorista vecino de Málaga, para que refinase con ellas 3 quintales de pólvora de esmeriles, para labrar pólvora de escopetas que debía repartirse entre los escopeteros de la armada. 

Teniendo en cuenta que un quintal eran cuatro arrobas, vemos que para refinar pólvora de esmeril hasta convertirla en pólvora de escopetas, la proporción era de 2:12, o sea, de 1 parte de salitre por 6 de pólvora de esmeril.

Para 1534, una de las fórmulas empleadas para labrar pólvoras de artillería y arcabucería era la siguiente:

Pólvora de artillería: 9 partes de salitre : 1 y 1/2 de azufre : 2 partes de carbón

Pólvora de arcabucería: 11 partes de salitre : 1 parte de azufre : 2 partes de carbón

Aunque la parte de azufre la vemos reducida de artillería a arcabucería, la proporción de salitre de 11:9 implica aumentarlo un 22,2%, mientras que en la proporción que debía emplear Alonso de Morillas en 1528, el salitre aumentaba un 16,66%, pero debemos contar con que era pólvora de esmeril, que ya tendría más salitre que la de artillería.

Pero el refinado no solo implicaba aumentar la proporción de salitre - nitrato de potasio - sino, como sugiere la propia palabra, hacer el grano más fino a la par que uniforme. Efectivamente, el grano de la pólvora de artillería era grueso «como grano de pimienta» y podía ser menos uniforme, mientras que el de escopeta era «mas menudo y parejo»; o sea, más fino y uniforme. Podemos asumir que el grano de la pólvora de esmeril sería un intermedio entre ambos. 


Tanto los tratadistas militares, como los polvoristas, como los artilleros o los oficiales del rey que tuvieran cargo del artillería - mayordomos del artillería, capitanes del artillería, etc - tenían su fórmula para elaborar pólvora, fórmula que fue variando en el tiempo, pero es evidente que había, al menos, 4 tipos de pólvora: de artillería gruesa, de artillería ligera, de escopeta y arcabuz, y el llamado polvorín, que tan solo se empleaba para cedar la cazoleta de estas dos últimas armas portátiles. En estas pólvoras así ordenadas, el grano se reducía al tiempo que la potencia aumentaba. Imagen: pólvora a granel, quemando y en barriles, del Zeugbuch Kaiser Maximilians I, del año de 1502.


A grano más fino, mejor quemaba la pólvora, y esto era importante, sobretodo, en pequeñas cantidades. Un cañón que cargase 20 libras de pólvora podía «permitirse» que hubiera granos gruesos que no quemaran bien, porque, sino prendía una parte, el tiro podía aún así ser efectivo. Un esmeril, que tiraba balas de 6 a 12 onzas, debía emplear una pólvora más fina que un cañón, pero podía ser más gruesa que la de una escopeta. Una escopeta que disparase con 5/8 de onza, no podía permitirse que la pólvora no quemara bien, porque se perdería la potencia, o aún no llegaría a prender bien al iniciar la explosión el polvorín depositado en la cazoleta a través del «oído» que comunicaba la cámara con la cazoleta. 

Por esa razón, la de facilitar la ignición inicial, había otro tipo de pólvora aún más fina, llamada «polvorín» con la cual se cebaba la cazoleta en que caería la mecha de la escopeta, iniciando el proceso de ignición. 

Además, claro, los maestres polvoristas, artilleros y oficiales del rey encargados de pertrechar las armadas y ejércitos, debían contar con las diferencias de peso de las pelotas por los diferentes metales empleados en su construcción: balas de hierro colado para artillería pesada, balas de plomo con «dado» - núcleo - de hierro para los esmeriles, y balas de plomo para las escopetas. 


Escopeteros de la conquista de Orán [1509]. Juan de Borgoña, Detalle la conquista de Orán, h. 1514, Capilla Mozárabe de la Catedral de Toledo


A bala más «pesada» - dada la mayor densidad del metal - la pólvora debía ser más potente, pero también había que tener en cuenta la resistencia del metal de la propia pieza, que no podían admitir cualquier pólvora, ni en cantidad ni en caldiad: «trabaja la pieza mas en despedir la pelota pesada que la ligera y á causa de esto revientan por que reciben demasía».

El proceso de refinado era complejo, laboriososo y peligroso, y lo debían hacer maestres polvoristas experimentados en molinos especiales con instrumental específico. Por eso, no deja de sorprender que se repartiera en dicha armada salitre “directamente” a los escopeteros, «para con que refinen la dicha polvora ques desmeriles».

Parece que no pudiendo tener a tiempo toda la pólvora de escopetas necesaria para que los escopeteros sirviesen con las armas propioas de su oficio, se les repartió directamente pólvora de esmeriles acompañada de salitre. 

Pensar que una operación tan compleja y peligrosa como era la del refinado de pólvora se llevaría a término a bordo de un navío sin material para ello, y con permiso de los patrones de las naos es difícil de creer, pero sirva el ejemplo para apreciar las diferentes calidades de la pólvora de la época y los problemas de suministro que afrontaban los oficiales reales encargados de proveer los ejércitos y armadas de sus príncipes.


Imágenes:








El Gran Capitán, la familia Abravanel y los judíos del reino de Nápoles



A tenor de este mapa, uno podría preguntarse porqué los Reyes Católicos expulsaron de sus reinos de España, Cerdeña y Sicilia a los judíos en 1492, pero en el reino de Nápoles no se expulsaron hasta 1541.

Evidentemente, en 1492 no se pudo ordenar dicha expulsión, porque la corona napolitana estaba en manos de la rama napolitana de los Trástamara de Aragón, y no sería hasta 1504 cuando el Gran Capitán culminaría la conquista del reino para sus monarcas.

Pero ya en octubre de 1501, tomadas las provincias de la Puglia y Calabria, los RRCC ordenaban a don Gonzalo Fernández de Córdoba que «provea luego que salgan los judíos de aquellos ducados, que le mandamos que assi se ponga en obra sin dilación alguna». 

Pero sí hubo dilación en poner en obra el mandamiento real. 

En julio de 1503 se reiteraba dicha orden: «Ya sabe quantos años ha que mandamos echar de todos nuestros reynos los iudios que en ellos havia, per escusar las offensas de Nuestro Señor, que se seguian de su estada dellos; y, porque no queremos que haya iudios en ninguna parte de nuestros reynos, y mucho menos en aquel reyno, querriamos trabajar de alimpiarle de todas las cosas que offendan a nuestro Señor, y le mandamos que, quando el viere que sea tiempo, provea en echar todos los iudios de dicho reyno»

Pero don Gonzalo, como en 1501, no vio el tiempo para cumplir dicha orden. 


«Lo s[ignor] Consaruo Ferrando», o sea, «el señor Gonzalo Fernández» en la Cronaca della Napoli Aragonese, 259. MS M.801, fol. 127r


Se puede argumentar que el Gran Capitán estaba demasiado ocupado en la guerra como para ocuparse de asuntos que podían ser considerados menores, pero también que no tenía ningún interés en cumplir dicho mandato. 

En ello pesaban razones de índole personal, y de índole práctico.


Por la parte personal, don Gonzalo no tenía ninguna antipatía hacia los judíos. Más bien al contrario. Durante la revuelta o progromo de Córdoba en 1473, su familia, y él en persona, defendieron a sus vecinos judíos de la turba. En 1492, tras la toma de Granada, se instaló en la «Garnatha al Jahud» [la Granada de los judíos], la antigua judería. 

Por el decreto de expulsión de 1492, cerca de 500 judíos granadinos salieron de la ciudad, buena parte, con destino a Nápoles. 

También a Nápoles se dirigieron los Abravanel, una familia sefardí portuguesa con vínculos con la corona y con el propio Fernández de Córdoba. 

El patriarca de la familia, Isaac, se había instalado en España en 1483 huyendo del rey Juan II, que tras decapitar a su patrón, el duque de Braganza, acusado de conspiración, había ordenado aprehender y ejecutar a Isaac, acusándolo de cómplice y espía en una supuesta conjura contra Juan II.  

Isaac había prestado, junto a otros dos hombres de negocios judíos, la suma de 4 millones de reales al padre de Juan II, Alfonso V. 

En España, Isaac se convirtió en recaudador de impuestos para Pedro González de Mendoza, arzobispo de Toledo, y prestó la suma de 1,5 millones de maravedíes a los RRCC para financiar la guerra de Granada.

Cabe destacar que don Samuel, el abuelo de Isaac, que había sido «contador mayor de cuentas» del rey Enrique III de Castilla, se convirtió al cristianismo pasando a ser Juan Sánchez de Sevilla, para después marchar a Portugal donde retornó a la fe de sus padres.


Entre los miembros de los Abravanel se encontraba el médico Joseph, amigo personal del Gran Capitán. Ambos se reencontrarían en «Zaragoza de Sicilia» o Siracusa en febrero de 1501. Pero el año anterior, el doctor, «rico y muy amigo del capitán», había servido de enlace entre «don Gonsalvo» y la Señoría de Venecia para emprender la jornada de Cefalonia. 

Además, Joseph Abravanel procuró armas para la armada hispana, 1.000 lanzas y petos para armar a los peones de los Reyes Católicos en la jornada contra el turco. 




También proveyó de bastimentos a la corona entre 1503 y 1505, y un Abravanelli, probablemente el propio Joseph, proveía trigo aún en 1507. 


En esta segunda faceta de hombres de negocios, mercaderes o conseguidores, podemos ver a “los judíos del Gran Capitán”, además de como amigos, como parte del necesario entramado mercantil napolitano. El hermano de Joseph, Jacob, era también hombre de negocios asentado en Bari. 

Pero también se vincularon profesionalmente en servicios personales. Yehudá o Judah Abravanel, el primo de Joseph, se convirtió en el médico personal de don Gonzalo, desplazándose con su ejército entre 1501 y 1503. Yehuda ben Yitzhak Abravanel escribiría, bajo el pseudónimo de Leone Hebreo unos Dialoghi d’amore, o Diálogos de amor que fueron traducidos póstumamente en tiempos de Felipe II por el Inca Garcilaso de la Vega

Judah Abravanel, médico, astrónomo, profesor y escritor, servidor de Gonzalo Fernádez de Córdoba como médico personal durante su etapa en Nápoles, según una edición francesas de sus diálogos, del año 1595, que no es ni puede ser considerado retrato fidedigno del autor, fallecido varias décadas atrás. 


Sin embargo, el patriarca de la familia, don Isaac Abravanel, prefirió quedarse en Monopoli, ciudad en manos venecianas.  Ya había vivido dos salidas forzosas: la de Portugal en 1483 y la de España en 1492. No se quiso arriesgar a una tercera. 

Con la muerte de la reina Isabel en noviembre de 1504, Fernando el Católico pareció perder temporalmente la pasión expulsora y se dejó convencer por don Gonzalo.


Según Zurita, «se dexo de executar entonces el mandamiento del Rey, quanto concernia a la expulsion de los ludios», alegando el Gran Capitán ser pocos los que lo eran públicamente, y «por entender que en echando aquellos, se huyrian todos los otros y seria muy euidente daño, y detrimento de toda la tierra».

«Los otros» eran todos los conversos que «se boluieron Christianos por fuerça». El Gran Capitán, proponía, en todo caso, que el Santo Oficio persiguiera a todos esos «malos christianos» que vivían en privado «como antes», o sea, practicando su religión en secreto, y se olvidarán de perseguir a los judíos públicos. 

Pero el Santo Oficio ni siquiera estaba implantado en Nápoles. Lo que es evidente, es que don Gonzalo prefería que no se expulsase a los judíos del reino y por acción u omisión, lo logró.


El 19 de octubre de 1506, el Rey Católico aportaba en Gaeta. El día 13 de noviembre se emitía una orden por la cual todos los judíos del reino debían llevar cosido al pecho una «rotella» roja. 

En este caso, se trata de judíos alemanes, pero llevan también una «rotella» cosida al pecho; en este caso, amarilla.


En junio de 1507, don Gonzalo partía de Nápoles; su época como virrey había acabado.


Aunque es difícil que el Gran Capitán fuera «benefactor» de los judíos más allá de la familia Abravanel, lo que sí es cierto es que bien por simpatía, bien por cuestiones prácticas, dlilató y no halló tiempo durante su virreinato para aplicar las órdenes reales relativas a su expulsión.


En 1510, el virrey Ramón de Cardona promulgó una pragmática de expulsión de los judíos del reino de Nápoles, pero aunque masivo [afectó a 30.000 personas] no fue universal: se expulsaba a todos menos a 200 familias que debían pagar conjuntamente un tributo de 2.000 ducados anuales. 

Entre dichas familias se encontraban los Abravanel. Como otros judíos, eran prestamistas de la corona. En 1533 el virrey Toledo informaba que Letizia Abravanel de la familia de «judíos españoles llamados Abreuaneles» reclamaba «cerca de onze mil ducados que prestaron a la corte en tiempo de mucha necesidad».

Ese mismo año se renovó el «privilegio» para los judíos de habitar y morar «salvos y seguros ellos y sus familias y bienes» en Nápoles, privilegio por el cual «dichos iudios pagaran ala dicha regia Corte dos mil ducados corrientes de tributo en cada uno año de dichos diez años».


El privilegio era por una década, o sea, hasta 1543, y aún entonces se podría renovar: «passados dichos diez años, por el tiempo que de mas staran dichos iudios e nel Reyno con el beneplacido de su Maiestad sin que seles haga desdicha, hayan de pagar mil ducados de tributo a l'año».

La orden de Carlos V al virrey don Pedro de Toledo era clara: que se sacase lo «que pudresdes saccar de los iudios desse reyno», a cambio de «permitir que queden algun tiempo».

Pero como sucedió con los Reyes Católicos, ese papel de recurentes prestamistas y buenos contribuyentes no les acabaría congraciando con su monarca. 

En 1541, aún a pesar de los «privilegios» otorgados por diez años en 1533, se ordenó la expulsión definitiva de todos los linajes judíos del reino de Nápoles. 

En 1543, Samuel Abravanel, quinto hijo del célebre Isaac, obtenía salvoconducto del virrey para llevar todos sus bienes muebles fuera del reino. 

El “último” de los Abravanel de Nápoles moriría en Ferrara en 1547




Como curiosidad, apuntar que el estudio clásico sobre la familia Abravanel es «Don Isaac Abravanel, statesman and philosopher», de Benzion Netanyahu, padre del actual primer ministro israelí.

El apelativo de don «Gonsalvo de Cordova» como «benefactor» de Judah es suyo.




Arcabuceros españoles contra corredores turcos y tártaros de Solimán [1529-1532]

Veamos un par de acciones menores, pero significativas de los soldados de infantería española en la defensa de las fronteras orientales del imperio durante el reinado de Carlos V.  Dos encuentros, el de 500 arcabuceros españoles con 4000 tártaros del ejército de Solimán, durante la intentona sobre viena en el año de 1532 y el de 500 arcabuceros españoles en «Esclavonia» en junio de 1529.


Tártaros, según el Códice de Trajes de 1547,  Biblioteca Nacional de España



Los corredores tártaros y valacos del Gran Señor

Los tártaros no eran súbditos de Solimán, ni tampoco mercenarios, sino «aventureros» que iban acompañando el ejército del Gran Señor como «corredores».

Aunque en el asedio de una ciudad como Viena directamente no tenían mucho que hacer, estos corredores tenían su importancia.

Los corredores podían avanzarse al ejército del sultán, realizando tareas importantes, como imponer una atmósfera de terror con sus saqueos, asesinatos y capturas de cautivos. 

La gente común estaría menos dispuesta a defenderse y sería más proclive a aceptar el vasallaje.

La escena,  plasmada por el grabador Hans Guldenmund sobre un dibujo de Erhard Schön - «Greueltaten im Wienerwald» o atrocidades en los bosques de Viena - puede ser exagerado, sino inverosímil; el empalamiento se aplicaba a combatientes masculinos adultos, y además, las mujeres valían más como cautivas que muertas, pero sirve para ilustrar el imaginario de terror presente en las sociedades de frontera de la época. Imaginario en el cual los corredores jugaban un papel fundamental. Imagen: Wienmuseum


Por otra, los defensores locales, aquellos hombres que tenían que prestar servicio armado en los apercibimientos, estarían menos dispuestos a acudir a defender plazas estratégicas. 

Si el turco amenaza mi pueblo, mi familia, mi ganado, ¿qué se me ha perdido a mí en Viena?

Los locales quedaban, en palabras de Nicolaus Gerendi: «en grandissima desesparacion», «con llanto lloro y lagrimas [...] todos espantados y de los enemygos escarnescidos [...] y nostros amigos huidos y deshechos». 

Mientras que los atacantes se envalentonaban con el éxito de sus acciones, quedando «en su porposito esforçados».

A la estela de Solimán acudían corredores de otras naciones. 

En octubre de 1529, mientras el turco se retiraba del cerco de Viena, Gerendi, obispo de Hermannstadt, ciudad sajona en la provincia de Transilvania del reino de Hungría, escribía con desespero a Fernando de Austria:

«entraron los Valacos de Valaquia y corriendo todo el Reyno qremaron muchos lugares Saxones suditos de uestra magestad». 

Esta acción fue aprovechado por Juan Zápoliya, vaivoda de Hungría y vasallo de Solimán, para tomar varias ciudades:

«los del Juan en todo destruieron qremaron robaron y mataron y las fuertalesas tienen en su poder, salvo las ciudades Cibinio et Brassovia viam Zazbes ha qual ya a gran tiempo cercaron y cada dia pelean muy reziamiente».

Las ciudades quedaban desabastecidas y no se podían por mucho tiempo sostener «por que los lugares donde uvieron el vastimento, todos estan qremados y en poder de los enemigos y todos los caminos con grand crueldad guarchados que ninguno de nos otros osa salir en el campo».

Además de desabastecer ciudades enemigas, los corredores servían para alimentar el ejército del Gran Señor.

En junio de 1529, unos turcos corrían las tierras de «Esclavonia» apresando ganado. 

500 arcabuceros españoles se emboscaron, mataron a 80 de ellos y apresaron a 40 o 50 y recuperaron unas 200 cabezas de ganado.

Los corredores también hacían cautivos. 

Sipahi con prisioneros, 1529 Grabado de Hans Guldenmund sobre un dibujo de Erhard Schön, Wienmuseum


Los tártaros de 1532, según el capitán español de Linz, «pactaron con el turco antes que de su tierra saliesen, que de cualesquier cristianos que aprendiesen, les fuese dado un ducado de oro».

El terror en la población, el desabastecimiento del enemigo y el abastecimiento propio, hacía de esta caballería aventurera y oportunista, una herramienta muy importante para la estrategia de expansión militar de la Sublime Puerta, fueran o no estos corredores «gente de cuenta».

El capitán informaba de que «a los cuatro de agosto llegaron á este campo treinta mill tártaros, los cuales atravesaron por caminos muy largos, é vinieron en favor del turco». 

Cruzaban los ríos sobre sus caballos: «han pasado muchas veces el Danubio, y han hecho mucho daño».

Pero una vez «quinientos arcabuceros españoles salieron de Viena contra cuatro mill tártaros destos, y los desbarataron y metieron en huida, tanto, que los unos á los otros no se esperaban, huyendo cuanto mas podian de manera que cuando llegaron á pasar el rio, se ahogaron mas de trecientos; asi que cuando les muestran la cara, son muy ruin gente, ansí como son los villanos de Italia y aun son peores».

Pero ruín gente o no, bien lo sabía el obispo de Hermannstadt, cumplían su función.




El reparto de las presas obtenidas en combate de galeras y la tasación de los corsarios apresados. Los forzados en combate naval.

En el siglo XVI uno de los incentivos para que los súbditos del rey de España armasen galeras era el reparto de las presas. 

De lo capturado a las naves enemigas se hacían cinco partes: el quinto real para el rey, otro quinto para el capitán general de la escuadra, y las tres quintas partes restantes se repartían entre la gente de cabo y los remeros, siendo el doble para la gente de cabo que para la gente de remo.





Los remeros a los cuales correspondía una parte de la presa eran los llamados «remeros de buena boya», gente que remaba voluntariamente [y llegado el caso, combatía] a cambio de un sueldo inferior al de la gente de cabo.


Disposición real para el reparto de las presas tomadas por las galeras en que se indica que a la gente de «buena volla» - buena boya - les corresponde una parte justa. 



La gente de cabo de las galeras eran tanto los «compañeros» o «sobresalientes» o soldados - toda la gente de pelea embarcada - como los oficiales, artilleros y marineros de la galera. Los galeotes o «forzados» - hombres condenados a galeras por crímenes diversos en todos los territorios de la monarquía - y los esclavos - generalmente, musulmanes capturados en combate naval o en «cabalgadas» - no tenían derecho alguno.


Galeras disparando sus piezas de proa. Detalle de uno de los cartones sobre la conquista de Túnez en 1535, obra de Jan Cornelisz Vermeyen. 



Una parte importante del botín eran los enemigos capturados, que en caso de ser musulmanes eran esclavizados ipso facto.


Llegados a puerto, se hacía una «apreciación» - hoy diríamos tasación - de estos corsarios capturados ya convertidos en esclavos y una «partición», repartiéndose lo capturado en derechos de cobro después de que hubiera sido establecido dicho precio justo. Se valoraban todos los esclavos capturados en moneda de cuenta, el maravadí, ya fueran sanos o heridos, se sumaban y se obtenía un importe. A cada uno de los actores implicados en que las galeras salieran al mar - desde el rey hasta el remero de buena bolla, pasando por los arcabuceros o los «lombarderos» o artilleros - le correspondía la parte correspondiente.


Los listados de tales particiones nos permiten conocer con mucho detalle, desde la parte española, la organización de las armadas y las dotaciones de las diferentes naves implicadas en las capturas. Pero también, por la parte contraria, de las tripulaciones de las naves enemigas apresadas, muchas veces integradas, como hemos comentado, por corsarios.


De los corsarios «apreciados» se recogía el nombre, la «nación» y los orígenes geográficos y su valor en moneda de cuenta: el maravedí. En ocasiones, también se tomaban, como a los soldados españoles cuando hacían el alarde, las «señas»: distintivos físicos para reconocerlos.


En una «apreciación» sencilla se podía recoger: «Mahami turco de Costantinopla doze mill mrs» o «Diego renegado morisco de tierra de Almeria a çinco mill mrs» o «Ayet moro viejo de Argel a dos mill quiºs mrs».


Evidentemente, la gente joven y fuerte valía más, pues podía tener una larga vida echado al remo. 


El destino final de la mayoría de corsarios capturados era ser echado al remo en las galeras del rey, o vendidos a capitanes que armaban galeras particulares. Por motivos de seguridad, no se consideraban aptos para el servicio agrícola o doméstico, destino habitual para habitantes norteafricanos capturados en cabalgadas. Detalle de uno de los cartones sobre la conquista de Túnez en 1535, obra de Jan Cornelisz Vermeyen. 




Entre las categorías más generales - moro, turco, negro, renegado - cabían otras más sutiles, como «moro alarve» - bereber arabizado - «moro negro» o «moro azuago».


Algunas referencias ponían en evidencia su origen peninsular, como «moro natural de Gandía» o «moro del Reyno de Valencia», y otras, resultan curiosas para mediados del XVI, como la terminología múdejar, empleadas para un «Abda Ramen mudexar» o un «Avdala mudexar de Segorbe».


Otros tenían categorías redundantes, como un «Mahamed morisco mudexar». Algunos de estos mudéjares se reconocían con nombres cristianos, como un «Gironimo de Aldobera mudexar». Algunos negros tenían también nombres cristianos, siendo el de Pedro el más popular.


Algunos caían de Guatemala a Guatepeor, como un «Fran[cis]co esclavo». De esclavo cristiano de los turcos o corsarios berberiscos a esclavo de los españoles sospechoso de haber renegado sin propósito de enmienda, pero eso sí, con nombre católico.


Algunos turcos eran jenízaros, como «Mostafa turco geniçaro de Celemque». Respecto al aspecto físico se recogían señas evidentes, como era el color del pelo o de la barba: «Hamete de Coron barbirroxo».



Turcos, el primero con una alborotada cabellera pelirroja. El segundo con el cabello corto, pero con una «guedeja» o coleta en la coronilla, típico peinado otomano. Detalle de uno de los cartones sobre la conquista de Túnez en 1535, obra de Jan Cornelisz Vermeyen. 


Algunos no tenían barba cerrada, y se destacaba esta condición, como la de un «Ali» al «que le apuntan las barbas».


Aspectos físicos poco destacables como ser moreno se podían apuntar. Si el corsario capturado era negro siempre se señalaba. Curiosamente, aparece un «Cara Culeyman turco de color de brenbillo».


Muchos de los corsarios eran jóvenes, como un «Ali de Desmer turco de hedad de diezeocho años» apreciado en 10.000 mrs, y otros ya tenían sus años, como un «Mahoma moro natural de Gandia» de 56 años «barbicano» y «mediano de cuerpo» apreciado en 4000 mrs.


Pero como la mayoría ya tenía sus tiros pegados, buena parte tenía cicatrices que permitían identificarles. Así, un turco de 42 años tenía una «señal vieja de pelota de alcabus que le pasa la mano derecha» y otras dos señales redondas en el brazo izquierdo y la muñeca derecha.


Otro tenía una «herida de xara en el molledo del braço derecho» provocada por un disparo de ballesta. A un turco de Argel de 33 años otra jara le había dejado dos heridas en el muslo, de entrada y salida, fácilmente reconocibles por los oficiales que hicieron la «apreciación».

Y por si había dudas, dicho turco era «moreno y tiene en la cara hoyos», provocados por alguna viruela.


Casquillos de saetas de ballesta de distintas «suertes». Cada arma dejaba en la piel una cicatriz característica, fácilmente reconocible por los oficiales reales encargados de hacer la «apreciacion» de los corsarios capturados, a los cuales se les reconocía desnudos o en paños menores.


Otros tenían alguna «señal larga» o «señal grande de herida de cuchillada» recibida por espada de corte, quedando señalada la piel por el tajo recibido. Otros tenían señales «redonda de fuego». Otros tenían heridas de pedradas, o de espada, pero hecha de punta: «de punta de espada en la mexilla yzquierda cerca del ojo».


El catálogo de heridas era amplio, pero limitado, aunque un turco de 28 años tenía «cortada la mano derecha de una pieça de artilleria».


[Para saber más sobre las heridas provocadas por las armas de esta época: Heridas de guerra en el siglo XVI. Combates por mar y tierra de los tercios españoles]



Entre los presos, había heridos del combate naval sostenido; o sea, no se trataba de heridas cicatrizadas de lances pasados, sino de heridas frescas aún por curar. Algunos eran verdaderos supervivientes. Un turco de 41 años tenía una herida de arcabuz que le pasaba la barriga, otra de arcabuz que le pasaba el muslo derecho y una herida de jara junto al hombro izquierdo. 


Una cosa que permitió establecer señales, fue la costumbre de muchos bereberes de tatuarse. Estos tatuajes, vestigios de la época en que practicaban el cristianismo. Así, un «moro azuago» de 41 años tenía «una señal de crus + azul en el carrillo derecho» además de una herida de pica en el brazo izquierdo. Otro «Haçan de Bona» de 19 años tenía «rayas azules ençima de la mano derecha». Algunos se habían escarificado, dejando marcas «en la frente de la p[ar]te derecha f[ec]ha con una caña»


Aunque solo fuera por motivos prácticos, para identificar a los corsarios capturados y gestionarlos como una propiedad, estas listas tienen muchos detalles, y permiten conocer aspectos variados, desde lo puramente militar a lo etnográfico.




Los forzados en combate naval


Aunque la vida de los galeotes era muy dura, la condena a galeras te podía proporcionar la oportunidad de obtener la libertad por méritos de combate. 

En la batalla de Lepanto hubo «muchos forzados de nuestras galeras, que habiéndoles desherrado han peleado como leones».

Los forzados que así habían combatido fueron liberados y exonerados de sus penas, de manera que don Juan de Austria escribía al rey poco después del encuentro que «a causa de los muchos que se desherraron el dia de la batalla y otros que murieron, hállanse estas galeras muy faltas de chusma».

Pero para obtener la libertad no bastaba con que a uno le quitaran los hierros y le dieran una espada: había que probar que uno había actuado «como hombre de bien peleando con los dichos turcos», por lo cual era necesario hacer una «informacion» con testigos de vista.

Esclavos y forzados de una de las galeras de la armada para la empresa de Túnez [1535].  Detalle de uno de los cartones sobre la conquista de Túnez en 1535, obra de Jan Cornelisz Vermeyen. KHMWien



En dicha información el veedor de las galeras y su teniente recogían testimonios jurados de soldados que acreditasen que galeotes concretos habían contribuido a la victoria contra los enemigos. En 1540, el soldado Juan Pachecho de la galera Trinidad del capitán Enrique Enrríquez prestó juramento hallándose en el puerto de Gibraltar a bordo de la galera nombrada Ángel. 

Pacheco atestiguó que algunos forzados de los que se desherraron pelearon e «hizieron aquello que devian para aver la dicha libertad» y que cuando la Trinidad embistió con una fusta turca, vio como entraron en dicha fusta «peleando con los dichos turcos» los forzados Nicolás de Montesdoca, Juan Izquierdo, Pedro Bruego y Pedro de Escobar, y pelearon entre soldados y lo hicieron «como hombres de bien». Y rendida dicha fusta, la Trinidad embistió contra una galeota turca que se hallaba peleando contra una galera española, y que allí vio como dichos forzados actuaban bien. 

Otro soldado, apellidado también Pacheco, pero de nombre Francisco, pudo dar testimonio de la acción de otro forzado en la batalla, en este caso de un tal Juan Borgoñón flamenco.

El dicho Juan Borgoñón, flamenco de nación, no entró a pelear entre soldados en la fusta enemiga. Como había sido «lonbardero», o sea, artillero, Enrique Enrríquez le prometió «que sy ayudase bien al disparar e armar del artilleria a los lonbarderos» él le prometía la libertad.

Por lo tanto, si un forzado combatía «a la buelta de los soldados» y era «de los que se señalaron entre todos los otros forçados», o como en el caso del artillero flamenco, había trabajado bien «a lo que convenia al servicio del artilleria», uno podía obtener la libertad y el perdón de su pena. 

Es paradójico que se confiara en estos hombres hasta el punto de ponerlos a servir en el artillería, pero haciendo de necesidad virtud, el día de batalla, en el cual se arriesgaban las propias vidas, cualquier mano útil y potencialmente leal, era bienvenida.